Vicente Román me contó una anécdota durante la primera entrevista que le hice que merece una crónica. O, al menos, un párrafo aparte. A mediados de los ochenta, Vicente había acabado sus años de juvenil y entrenaba con el primer equipo del Celta, el club de sus amores y de su ciudad, Vigo. Nunca pudo debutar bajo los palos de Balaídos en partido oficial de Liga. Los domingos se sentaba en los banquillos de los campos de Segunda a esperar que Javier Maté, el portero titular, le diera una oportunidad, pero el cabrón de Maté no fallaba nunca. Ni le lesionaban en un choque ni la pifiaba ni se ganaba una roja cometiendo un penalti. Maté lo jugó todo aquel año: 44 partidos, una temporada eterna al completo en la que se jugó una fase de playoff que nunca más volvería a repetirse porque fue muy criticada por los clubes de Primera y Segunda División. Cosas del fútbol de 1987, años de fariñaen la costa atlántica de Galicia y reconversión industrial en la Ría de Vigo, donde mandaba un goleador brasileño, blanco y evangelista: Baltazar. Vicente Román le cayó bien a la estrella del equipo. El pichichi del Celta sacaba lo mejor del joven portero en los entrenamientos. Le calentaba con sus trallazos y afinaba puntería con el suplente, que se empeñaba en detener cada disparo. Baltazar acabó la Liga como máximo goleador de la categoría de plata con 33 goles. El sustituto de Maté celebró el ascenso a Primera con sus compañeros y se marchó a hacer las Américas por la Segunda B con unas botas de Baltazar en la maleta que el brasileño, como tenía nombre de Rey Mago, le regaló antes de que se largase de Vigo. Si se le pregunta dónde están aquellas botas con tanta historia, Vicente Román explica que las reventó a fuerza de ponérselas para entrenar en los equipos por los que peregrinó (Cieza, Jaén, Eldense…) antes de llegar a Ibiza. Las podría haber guardado como oro en paño y sacarlas ahora, que ya serían unas botas treintañeras, como el que muestra orgulloso el reloj de oro heredado del tatarabuelo, pero el portero siguió el ejemplo de Joaquín Sabina cuando George Harrison le dio unas libras al escucharle tocar en un bar de Londres: “Podría mentir y decir que guardé ese billete como recuerdo, pero lo cierto es que me gasté el dinero esa misma noche en whiskeys”. Porque, ¿para qué sirve el regalo de un ídolo si no se puede disfrutar?
Con Sabina tiene Román en común su idilio con el cigarro. Si dejara de fumar el entrenador del San Rafael, como ha dicho de sí mismo el cantautor alguna vez, seguramente cerraría una fábrica de tabaco. Con el vecino más ilustre de Tirso de Molina también comparte el viejo portero la delgadez. Aunque los años pasen, Román sigue fino, finísimo; como si apenas hubiera pasado el tiempo desde su retirada. “Lo dejó con cuarenta y alguno porque el tío siempre ha sido un gato. Sus reflejos bajo palos estaban fuera de lo común. Eran su principal habilidad junto a su profesionalidad (porque dejando el tabaco al lado, se ha cuidado siempre una barbaridad). Su carácter también le ayudaba en el campo y en el vestuario. Rompiendo con el tópico, Vicente es un gallego directísimo. Si algo no le gusta no duda en decírtelo. Habla poco pero dice mucho. Eso para un portero es una cualidad fundamental y creo que la ha trasladado a su faceta como entrenador. Fíjate en sus ruedas de prensa: remata el asunto rápido porque no se anda con excusas ni con historias raras”, dice Mario Ormaechea, que conoce al entrenador del San Rafael desde hace muchos años. Primero coincidieron en la Sociedad Deportiva Ibiza (y ascendieron a Segunda B y se encerraron durante semanas por los impagos que sufría la plantilla y se mantuvieron pese a ese contratiempo en la categoría de bronce y vieron al club bajar administrativamente por las deudas que arrastraba). Después se marcharon a Murcia para jugar una temporada en el Yeclano. Vicente volvió a la isla para jugar en la Peña, primero, y luego en el renacido Ibiza. Mario también regresó y se retiró joven, con treinta años y la rodilla hecha un Cristo, en Santa Eulària, donde trabaja como agente de Policía Local. Vicente, que siguió en activo bastantes temporadas más, abrió una tienda de material deportivo en Vila. Los dos formaron familia y se sacaron el carné de ibicenco y, también, de entrenador. Mario cogió al San Rafael y lo subió a Tercera. Vicente fue preparador de porteros en el Ibiza de Luis Elcacho y, como si recorriese un camino ya andado, volvió a subir a Segunda B y a realizar una buena campaña en la categoría y a sufrir los impagos del club y a descender dos categorías de golpe –una por deméritos deportivos, otra por las deudas acumuladas– con el equipo de Can Misses. En el año 2012, a Román le llegó la oportunidad de entrenar en Tercera División cuando Ormaechea cambió la Peña por el San Rafael: “Y en estos años”, dice el barcelonés de apellido navarro, “creo que Vicente ha hecho un buen trabajo en un equipo muy humilde. Ha tenido presupuestos muy bajos, algún año se ha acercado a playoff y, sobre todo, nunca ha engañado al aficionado”.
La trayectoria reciente de Vicente Román en el San Rafael es, sin embargo, curiosa. Choca ver en el mundo del fútbol, incluso en los clubes más humildes de las divisiones más modestas, que un entrenador regrese a su puesto de trabajo meses después de que le destituyeran. En el Municipal de Sa Creu ha ocurrido exactamente eso.
–Cuando le llamó Paco [Bonet] para que regresara yo le dije: “No lo dudes”. Para mí, esa decisión de la directiva confirma que Vicente podría haber salvado al equipo la temporada pasada si le hubieran dejado acabar la Liga. ¿Que tuvo una mala racha? Pues claro. Pero hay que ser consciente con qué medios cuenta el San Rafael. Vicente es un tío muy comprometido en todo lo que se embarca y creo que este año, aunque la competencia de tanto equipo pitiuso en Tercera les ha puesto muy difícil la tarea de cerrar la plantilla, conseguirá la salvación. Apenas tiene seis o siete jugadores del año pasado y ha tenido que tirar de gente muy joven que no ha jugado nunca en Tercera. Pero tendrá a De Pablos a su lado en el banquillo, que está llamado a ser su sustituto natural algún día en el San Rafael. Depa será un gran apoyo para él.
Explica Juan Gascón uno de los mejores amigos de Vicente Román. Este sevillano, afincado en la isla desde hace muchos años, hizo amistad con el gallego hace casi veinte por casualidad. “Mi hermano y yo pusimos una zapatería en el centro de Ibiza justo al lado de la tienda que tenían Vicente y su mujer. Salíamos a echarnos un cigarrito a la puerta y charlábamos sobre fútbol. Yo le había visto jugar y, como los dos éramos amigos de Navarro, que en paz descanse, pues nos hicimos colegas. Ahora puedo decir que es un amigo de los de verdad”. Con el paso del tiempo, Gascón se convirtió en el jefe de Román, cuando el gallego cerró la tienda de deporte que tenía en Vila y empezó a trabajar en la rotativa que posee Prensa Ibérica en el polígono de Montecristo. Al acabar los entrenamientos, el míster baja la cuesta de Sant Rafel y pasa unas horas entre pliegos de papel que huelen a tinta y noticias. Es la otra cara de un profesional del fútbol que, sin embargo, no puede dedicarse totalmente a su pasión. “Para Vicente”, dice Juan Gascón, “el fútbol es algo importantísimo, pero sabe tener los pies en el suelo y separar la vocación y la vida fuera del campo. Quien le conozca un poco lo sabe: en el banquillo es una persona muy pasional (gesticula, chilla, protesta… es un saco de nervios) y, en el bar, cuando nos tomamos la cañita del mediodía, es un tío más reservado y callado. A mí me encanta la gente que habla más con sus actos que con sus palabras. Por eso, si algo tiene bueno Vicente es que es alguien de quien te puedes fiar”.
Amante de la buena mesa y de las caminatas largas (“en Galicia me llevó con unos amigos suyos por unos senderos del demonio, estuvimos siete horas caminando y él como si nada”, dice Gascón), Román es también un padre al que, de tal palo, tal astilla, le han salido dos hijos guardametas: Álex y Leo. “Los porteros son gente especial, con rarezas que el resto de la gente delfútbol no podemos entender”, explica Ormaechea. Como las botas de Baltazar, la locura de los que se ponen los guantes para evitar los goles del rival también se hereda.