Pablo Sierra del Sol La herencia de los padres empieza a repartirse cuando los hijos nacen. Primero se hereda lo tangible: el tamaño de las orejas, la forma de la nariz, los rizos del cabello o los lunares de la espalda y, después, lo intangible: el tono de la voz, los gestos inconscientes de las manos, el tic nervioso en un ojo y hasta los andares. Entre las cosas que no se tocan pero pesan, no hay herencia familiar más común que la del nombre. En España bautizar al primogénito con el nombre del padre o de la madre era casi una obligación. La costumbre estaba tan arraigada que, a día de hoy, sigue manteniéndose la tradición en muchas familias pese a que haya cada vez más bebés en el mundo con nombres ajenos al santoral. Los protagonistas de esta historia, donde el fútbol y las relaciones familiares se entretejen, mantienen ese vínculo onomástico. Alejo Rodríguez se llama Alejo Rodríguez porque su padre se llama Alejo Rodríguez. Entre diez hermanos, el nombre del padre le podría haber tocado a otro, seguramente alguno de los mayores, pero le cayó a él, que es el sexto y el tercer varón. Y eso marca. Hasta el punto de que Alejo Rodríguez se ha pasado media vida entrenando equipos de chavales de fútbol sala porque de niño le crió otro Alejo Rodríguez, el mismo hombre que cuidó durante más de una década del césped de un terreno de juego.
Muchos hijos somos, de una forma u otra, biógrafos orales de nuestros padres. Alejo, el joven, es el depositario de las vivencias de Alejo, el viejo. Al hijo le encanta hablar de su padre y se lo toma muy en serio. Custodia las historias de su progenitor con el convencimiento de que son otra herencia recibida en vida, un regalo que no se puede tocar pero sí se puede sentir y al que hay que sacarle brillo. El Alejo Rodríguez de cuarenta y nueve años puede pasarse horas enteras explicando la vida del Alejo Rodríguez de ochenta y tres. Con devoción. Quizás por ser el mediano de una familia tan numerosa (su hermana mayor tiene sesenta y cuatro años; el pequeño, cuarenta) y tener el pasado y el futuro de la prole a distancias parecidas; quizás por su carácter extrovertido, curioso, preguntón, dicharachero; quizás por su buena memoria, que le permite retener anécdotas, datos, fechas y personajes de las historias que él mismo vivió en su niñez y adolescencia, Alejo, el hijo, se ha convertido en una fuente de información inagotable para comprender cómo se vivió la pasión por la pelota en la Ibiza de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. Una pasión, a día de hoy difuminada y añorada, una pasión que tuvo a Alejo, el padre, como silencioso protagonista.
Alejo dice que su padre fue uno de los tres primeros gitanos que llegaron a la isla. Desembarcaron en Ibiza a principios de los años cincuenta. Sus compañeros se llamaban Marcial y Francisco y los tres, además de la etnia, tenían en común su juventud. Marcial, Francisco y Alejo eran muy jóvenes a efectos legales –menores de edad en una época en la que la mayoría no se alcanzaba hasta cumplir los 21 años–, pero suficientemente adultos si tenemos en cuenta lo que llevaban vivido. Los tres habían sido niños de una Guerra Civil que empujó a muchos españoles a marcharse del lugar en el que nacieron. Por culpa de las ideas o de la miseria, o de ambas cosas, en aquella España de dictadura y represión era común emigrar sin billete de regreso.
Para Alejo, Ibiza era su segunda experiencia como emigrante. Tenía solamente trece años cuando salió de Baza, Granada, donde había nacido en 1934, para buscarse la vida en una Barcelona portuaria e industrial. Al llegar a la capital catalana, Alejo se fue a vivir al Barrio Chino, el sobrenombre por el que se conocía al Raval. Apretadas entre Las Ramblas y el Paralelo se encontraban las calles más populares y peligrosas de la ciudad, ni muy lejos del puerto ni, tampoco, de las antiguas fábricas que se iban abandonando mientras se abrían otras nuevas al este y al oeste, en las periferias de un mapa que se llenaba de cemento y alquitrán. En el interior de esa geografía a medio camino entre el mar y el vicio convivían obreros y prostitutas, marineros y gitanos, rateros y vividores, taberneros y actores, la rumba y los cabarets, los teatros y los fantasmas de los ateneos libertarios y los sindicatos comunistas y socialistas que habían florecido durante la República y los años de la guerra para desaparecer en el aciago invierno del 39. La Barcelona de 1947 estaba cubierta, además, por la nube negra de la posguerra, tiempo de restricciones y racionamiento en el que la ciudad se había descubierto huérfana de los cientos de miles de catalanes que el franquismo había mandado al exilio, a la cárcel o a la tumba. Un mundo en las antípodas de la postal que es la parte vieja de la Barcelona actual, una ciudad convertida –sobre todo sus barrios históricos– en un parque temático para el turista.
Alejo vivió solamente un par de años en el Chino, pero allí le ocurrieron tres hechos fundamentales para entender la vida que tendría, años después, en Ibiza. Trabajó de aprendiz en mil oficios. Se aficionó a los toros. Y abrazó el barcelonismo tras enamorarse del fútbol, el deporte que ya era, aún con el permiso del boxeo, el favorito de los españoles.
–Mi padre ha sido un hombre muy listo. No pudo estudiar, pero todo lo aprendía rápido. Y de todo podía trabajar. Hasta hace muy poco arreglaba cualquier cacharro electrónico que se hubiera estropeado en su casa. Siempre ha tenido mucho ingenio. Qué remedio, si tenía que traer dinero a casa y alimentar a diez hijos y una mujer. En Ibiza nunca le faltó trabajo. Cuando llegó, aún no había mucho turismo en la isla, estuvo de albañil y haciendo chapuzas. Después, aprendió a bucear y se metió a trabajar de buzo cuando construyeron el dique de es Botafoc. Luego le salió trabajo de mozo de espadas en la plaza de toros. Y, cuando estaba allí, de bendita casualidad, le propusieron que se fuera al campo de fútbol de la ciudad de encargado de mantenimiento. Y, él, como siempre ha sido muy echao palante y le encantaba el fútbol, pues para allá que se fue; sin dejar la plaza de toros durante los primeros años, claro, que en casa si entraban dos sueldos, mejor que uno.
Alejo cuenta mientras Alejo escucha sin decir una palabra. Al hijo lo tengo justo enfrente. Viste unos pantalones de chándal y un polo marca Nike, tan negros como el pelo que aún le queda en la cabeza. Es bajito y rechoncho, y en la cara, bajo el bigote y la perilla, hay una sonrisa que permanece durante toda la charla. Nos hemos estrechado la mano hace apenas unos minutos, en la puerta de la cafetería de la asociación de vecinos de Cas Serres, donde ocupamos una mesa, pero el hijo tiene esa extraña habilidad de hacerte sentir como si te conociera de toda la vida. La misma puerta la ha traspasado un rato después el padre, que camina lento sobre su bastón. Su punto de apoyo redondea un aspecto (boina parda, chaqueta y pantalón de pana…) que casa bastante con la imagen que los payos solemos tener de los patriarcas gitanos, seguramente contaminados por la influencia de esos reportajes de televisión que se cuelan en las casas de los calés en busca de unos minutos de costumbrismo agitanado. El porte de Alejo, el patriarca, se mantiene erguido bajo una mata de pelo canoso y no hay un palmo de la cara que no esté surcado por una arruga profunda. Saluda, recio, y toma asiento. El sol de media tarde se cuela por una cristalera y le pega en el rostro, endureciéndoselo un poco más. Son las facciones de un hombre que, literalmente, se ha deslomado para que él y los suyos salieran adelante. Le masculla a su hijo, Alejo, un paquete de Winston, y no dice nada más durante la siguiente media hora, con el tabaco, sin tocar, junto a su mano derecha, tan áspera y callosa como la izquierda, que apoya en la mesa metálica. Sus ojos están pendientes del relato que va trenzando el hijo al que bautizaron con su nombre y que ha heredado sus recuerdos, muchos de ellos, a base de vivirlos en primera persona siendo apenas un churumbel.
Son los años setenta. Alejo viste y desviste a los diestros que torean en la plaza de Ibiza, un coso que no tiene pedigrí y sí un tendido donde se sientan más turistas curiosos que aficionados expertos. El mozo de espadas es un hombre orquesta. Cuando los toreros saltan al ruedo, les va alcanzando durante la faena el capote, la muleta, el estoque o la montera. Cuando los toreros salen del ruedo, llama a un taxi para que los toreros se marchen en dirección al hotel o al aeropuerto. A fuerza de pedir coches, Alejo termina cambiando de trabajo. “La culpa fue de Pepe Ballesteros, un taxista que era también directivo de Sa Deportiva y se lo quería llevar al club a toda costa porque le veía un hombre muy apañado. De tanto insistirle, acabó fichándole para el Ibiza, que estaba en Tercera División y necesitaba que alguien se encargara del mantenimiento del campo”, recuerda su hijo, quien por aquellas fechas era un crío. A mediados de los setenta, Alejo Rodríguez comenzará a desarrollar el oficio por el que entrará en el recuerdo de varias generaciones de ibicencos: el jardinero del campo de fútbol de la Sociedad Deportiva Ibiza, situado a las afueras de la ciudad, en una calle que se bautizará como Canarias.
La familia habitaba en aquella época una casa en sa Penya, el barrio bajo la muralla de Dalt Vila, otro arrabal marinero como el que había conocido Alejo cuando de adolescente vivió en el Chino. Un barrio que no tendría fama de peligroso hasta mucho después, cuando los Rodríguez se marcharon, a principios de los noventa, tras introducirse la droga en las callejuelas de sa Penya y cambiar la manera de vivir de muchos de sus habitantes, gitanos la mayoría. Pero el pueblo romaní no siempre fue mayoría bajo la muralla. Mucho antes, al terminar los sesenta, sa Penya es todavía un amasijo de casitas blancas donde se mezclan pescadores de toda la vida, payeses que han abandonado las tierras para buscarse otro futuro en una ciudad que empieza a crecer a medida que va conociendo el turismo y castellanos, como llama Alejo, el joven, a los payos, y gitanos que han venido desde la península atraídos por el rumor de que Ibiza es una isla donde se trabaja y paga.
Alejo, el viejo, entonces tiene cuarenta y pocos, pero ya suma casi veinte años en la isla y ha visto nacer a más de la mitad de sus diez hijos. Es decir, tiene mucho vivido, aunque aún le falta disfrutar de su mejor época. Al convertirse en el jardinero de los futbolistas adquiere una rutina inamovible. A las seis de la mañana ya ha salido de casa, baja por la calle de la Virgen hasta el mercado, cruza Vara de Rey y el Portal Nou (donde estudia su prole, que los mediodías espera a que toque la campana para salir pitando de la escuela e ir a ver a su papa al curro) y avanza por Vía Púnica, la arteria comercial de la ciudad en aquellos años, hasta las afueras de Vila, donde se encuentra su lugar de trabajo, un rectángulo al que le dedica la mayor parte de su tiempo, y donde nunca se aburre porque tiene que replantar el césped todos los veranos, y aplanarlo después de los partidos y entrenamientos ,y, también, cuando llueve mucho y se encharca y se deforma, golpeándolo con una maza, y pintar y repintar las líneas de cal usando su ingenio y su ojo de buen cubero para acertar con la distancia del punto de penalti y no torcerse en las rectas de las líneas de banda y de fondo ni pasarse de diámetro en los círculos y semicírculos del centro del campo y las áreas, y regar cuando no cae agua del cielo, que es la mayoría de los días, y el sol quema una hierba muy rala que va desapareciendo a medida que avanza el otoño hasta convertirse en una gramilla que transforma el suelo en piedra dura. Alejo trata de aliviar la pisada de los futbolistas como puede. A veces mete un coche al que le engancha un rastrillo que no es más que un tablón lleno de clavos con el que levanta la poca hierba que queda cuando llega el frío para que el campo de fútbol respire un poco y se ablande al regarlo. Cuando es posible regar porque el sistema, que nace de un pozo que tiene una válvula que siempre hay que andar ajustando para que no reviente, se suele estropear mucho y las tuberías que distribuyen el agua de forma uniforme por el campo tienen fugas y se deben parchear cada poco. Por si fuera poco, además, Alejo le lava la ropa a los futbolistas del Ibiza, y también las toallas. Luego, seca y dobla todos esos quilos de tela.
Alejo siempre come en el trabajo y, cuando acaban los entrenamientos, le echa el candado al campo y se vuelve a casa. Vuelve tarde. A veces se para en Can Rafal, el bar de Vicent, donde comienza la Marina, a echarse un vino o una caña y picar algo, y, según cuenta su hijo cuarenta años después de aquellos días, a medianoche se mete en el sobre, tal vez con alguna copa de hierbas ibicencas en el cuerpo porque si algo no ha podido quitarse nunca Alejo, cuentan los que le quieren, son las copitas de hierbas y el tabaco. Cuando el Ibiza juega en casa, él duerme fuera. O, siendo más precisos, en su otra casa, porque Alejo pasa mucho más tiempo en el campo de fútbol que en su hogar. En la caseta de material tiene un colchón guardado para las vísperas de los encuentros. Los aspersores son para el fútbol de los setenta y los ochenta lo mismo que los tres puntos por victoria, los porteros que saben jugarla con los pies (la norma de la cesión no se aprobó hasta 1992) y los nombres de los futbolistas sobre los dorsales: ciencia ficción. A Alejo no le queda otra que levantarse a las cuatro de la mañana para regar por primera vez el césped –él sabe cuánto tiempo y a qué presión– para que a la hora del encuentro esté el firme al punto que le gusta a Moncho, el entrenador con el que Sa Deportiva sube a Segunda B al final de la campaña 1977/78.
Con el pitido del árbitro, Alejo agarra su banqueta de madera, se sienta junto al banquillo local, se enciende un puro de proporciones habaneras y disfruta viendo a Sa Deportiva. Esa es para Dani Ferrer, profesor de Educación Física ahora y jugador de las categorías inferiores del Ibiza hace treinta años, su imagen icónica del jardinero. “Ahora todo se ha automatizado y aún así tiene mucho mérito el trabajo que hace el responsable del mantenimiento de un campo de fútbol, pero imagínate en la época. Alejo trabajaba muchísimo y contra los elementos. El frío pelaba el campo una barbaridad y durante el invierno había muy poco césped. En las áreas chicas nunca había hierba porque los porteros de la época salían poco de allí y no dejaban de pisar esa zona. A nosotros, los chavales de la cantera, nos echaba unas broncas tremendas cuando corríamos alrededor del terreno de juego y se nos ocurría pisar un poco dentro del campo o pisarle el sistema de riego, que eran varias filas de tubos empalmados que Alejo tenía que poner y quitar cada vez que se regaba”, recuerda Ferrer, que muchos años más tarde se convertiría en preparador físico del filial de la UD Ibiza, el club en el que se refundó Sa Deportiva.
A finales de los ochenta, el fútbol base tenía que buscarse la vida para entrenar. Durante una época lo hizo en el espacio interior de la pista de atletismo de Can Misses, que acababa de construirse. El espacio interior, hoy de hierba y dedicado a la práctica del rugby, era de tierra. Se trazaron unas líneas con cal, se colocaron unas porterías y un marcador y aquello pasó a ser un campo de fútbol por el que pasaban chicos de todas las edades. Los entrenamientos comenzaban en la calle Canarias, porque arriba no había vestuarios ni duchas. Los canteranos se cambiaban y subían corriendo hasta la pista de atletismo para entrar en calor. Al acabar, regresaban para ducharse y cambiarse. Dani Ferrer recuerda un día lluvioso en que, al volver de Can Misses, encontraron el campo de la calle Canarias lleno de barro: “Eran las diez de la noche y ya no quedaba nadie en el campo. Antes de ducharnos no se nos ocurrió otra cosa que ponernos a hacer segadas a lo bruto en medio del barro. Nos pusimos perdidos y dejamos la hierba llena de marcas. Lo cachondo es que al día siguiente había partido y la cara de Alejo al ver la gamberrada era un poema. Si llega a saber que habíamos sido nosotros, nos cuelga de un pie allí mismo porque tenía mala leche cuando se cabreaba”. Ferrer, que coincidió con David, uno de los hijos pequeños de Alejo, en los equipos infantiles del Ibiza, recuerda al jardinero como un tipo cascarrabias al que nadie le tosía pero al que se acababa cogiendo cariño inevitablemente. “Su mujer y él tuvieron mucho mérito al sacar adelante una familia tan extensa. No me extraña que estuvieran todo el día de arriba para abajo”.
La semana que viene, publicaremos la segunda entrega del Patriarca de la calle Canarias. No se la pierdan.
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